Le decían
chavito, era de los niños que vivían cerca del río. Todo él solo era alegría,
cuando llegaba a clases lo acompañaba una amplia sonrisa, y corría a pasos pequeños
por todo el salón, entusiasmado, comprometido con todo. Su realidad condenaría a la depresión a
cualquier citadino que había conocido,
la familia de chavito vivía destruida, sin padre, con 4 chavitos más, pobres,
en una casucha de esteras a pies del río, dormían en colchones sucios, se bañaban
en el río. El río mismo se llevó el cuerpecito
de chavito frío. Un día chavito no llegó a clases, meningitis. Meningitis,
repetían casi en susurros el resto de niños, como si fuera un demonio
silencioso que puede ser invocado con nombrarlo. El día que chavito no llegó a
clases, los niños me miraban con los ojos muy abiertos, ellos sabían lo que
sucedía, conocían que a mí, su realidad se me era muy distante. Me miraban
aterrados, porque entendían que ellos también eran igual de frágiles. Que al
igual que chavito, llegar al salón, realizar el taller, era una distracción de
una realidad desoladora que los rodeaba, llegaban cómo chavito con una enorme
sonrisa porque ahí, , no había papiro malo, ni había frío, ni había hambre, les
podía asegurar que los cuidaría en esta pequeña fortaleza acortanada. Pero
chavito no había asistido a clases en toda la semana y no volvería aparecer
nunca. Un muro se hubiera caído de pronto, había un fantasma entre todos, mi
salón ya no era tan seguro, éramos conscientes que nuestra fortaleza había
caído.
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